Haití bajo el manto de la desgracia
Escrito por Petra Saviñón
Un año después de aquel fatídico martes, pocas cosas han cambiado en Haití. La inercia rige y los únicos giros han dado como resultado un empeoramiento de la crítica situación.
El 12 de enero la tragedia se vistió de terremoto. Sangre, lodo y cadáveres enlutaron las calles. Un desolador regalo de Año Nuevo. Como si no fuera suficiente la magnitud de la desgracia, seis meses más tarde el cólera se instaló más despiadado que el sismo. Se cree que matará a más de 400 mil personas.
Desorientados, los haitianos aseguran que sus autoridades, lo mismo que la comunidad internacional los han abandonado.
Deseosos de una esperanza que los sostuviera acudieron a unas polémicas elecciones, cuyos resultados se desconocen.
“Parece que estamos marcados por la tragedia. La libertad nos costó mucha sangre y después de establecernos como República tuvimos que soportar un rechazo que pesó y pesa demasiado sobre nuestros hombros. Fuimos un país apartado, perseguido por la discriminación implacable, que ayudada por malos gobiernos nos ha hundido”, expresa el sociólogo Lasael Bertrand.
Pero si cuenta con intensa amargura una historia de persecución, odio y aislamiento que empezó siglos atrás, con esa misma fuerza confía en que su pueblo se levantará.
No todos comparten su optimismo. Los que viven hacinados en los refugios improvisados, ven cada vez más lejos la posibilidad de salir de las frágiles carpas que los cobijan.
“¿Qué cómo cocinamos?, ¿qué comemos?, hasta tierra le damos a nuestros hijos. Mírame, soy contador, tenía un trabajo para criar a mi familia ¿y qué me queda ahora? Ni la ropa pude sacar”, exclama impotente Roul Saint croix, padre de cinco niños, que le ayudan a recoger botellas en Matissant y otros pueblos, que luego vende a las pocas embotelladoras en pie.
La vida en los refugios es una pesadilla que la imaginación no llega a alcanzar: largas colas detrás de los tinacos instalados en algunos campos privilegiados, para llenar envases de un líquido no apto para consumo. En la mayoría de los campamentos agotadoras caminatas para buscar el agua.
Al llegar la noche una oscuridad total cubre el espacio y el miedo es el dueño de la zona. Pocos tienen baterías para autos con las que encienden bombillas.
Un baño es compartido por más de mil personas. La gente orina y defeca dentro de sus carpas y arroja los desperdicios a los inodoros, a la basura o a cañadas cercanas. Solo en Los Campos de marzo, en Puerto Príncipe, hay inodoros móviles en abundancia, pero faltan baños para evitar que la población se asee semidesnuda en la calle.
El primer ministro Jean Max Bellerive afirma que las autoridades hacen todo lo que pueden con las pocas herramientas que tienen a mano.
Asegura que visitan a los refugiados, pero alega que si ver a los funcionarios es importante para los damnificados, es aun más importante que su gobierno busque soluciones durables “y la mayoridad no se encuentran en los campos”.
Atribuye las denuncias de corrupción a que se escucha hablar de billones para Haití, y se piensa que esos recursos han llegado y no se ve un cambio drástico.
Sus explicaciones parece que no convencen a una población desilusionada, cansada de esperar, que muestra su rechazo con graffitis de repudio al presidente René Préval y a su gabinete.
Pero todo indica que Bellerive, que posiblemente deje el cargo concluido el mandato de Préval, tampoco está interesado en ilusionar a sus conciudadanos y al contrario, advierte que salir de los campos tomará mucho más tiempo.
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